Yo tenía doce años, mi hermano uno. En la casa sólo estaba el Sam (nuestro pastor alemán) que era mi consentido.
Mi madrastra llegó un día a casa con algo inesperado entre las manos… Era una bolita blanca peluda, una cosa que no lograba definir, un peludísimo peluche que… parecía moverse y tener vida!
“Max” era el nombre de aquel peludo visitante, tenía un año y había llegado con nosotros para quedarse. El perteneció a otra familia, pero sucedió lo que pasa con muchos cachorros. Al inicio los atienden y les parecen graciosos, pero con el paso del tiempo el amor se agota y la paciencia con ella. Pobre Max no lo querían en su mismo hogar!
Lo rescatable, es que ese día la vida y la fortuna le cambió a aquel pequeño e indefenso colochito porque encontró en mi familia un verdadero hogar que le amara.
Nunca había tenido a un French Poodle Toy y me parecía un tanto ridículo el tamaño tan portátil, pero con el paso del tiempo nos fuimos acostumbrando a todas sus diminutencias, y centímetro por centímetro, Max se fue apoderando de nuestro corazón. Comía poquito, no hacía ruido alguno y le encantaba pasar las horas cerca de cualquier miembro de la familia.
Era chistoso ver juntas a las dos mascotas de la casa, Sam con su gran tamaño e imponencia y Maximiliano, como hasta la fecha le llama mi papá, tan pequeñito de todo. Verlos jugar siempre fue gracioso, porque el terrible Sam, con su terrible velocidad y su terrible tamaño era muy cuidadoso de no dañar a su enanito compañero. Y así entre juegos y dormir todas las noches en mi cuarto fueron pasando sus cinco primeros años en casa. Debo admitir que el nuevo peluche y yo nos entendimos muy bien y a donde iba yo, el iba también…
Mi hermanita nació unos cuantos años después de la llegada de Max a la casa y, al igual que mi hermano, con el paso del tiempo se fue enamorando de Max al punto de convertirlo en un amigo peludo.
Han pasado los años, y Max sigue en casa de mi papá, allí ha vivido otros cinco años sin mí, peor en compañía de mis hermanos. Ahora a sus once años es ya una senil bolita de algodón. No tiene colmillos, se le han caído otro par de dientes, sus colochos ya no brillan como antes y su actitud es terca y necia, como buen ancianito.
Dicen que el máximo de edad de un perro son doce años, lo sé bien, porque Sam y Pelusa nos abandonaron luego de cumplir sus doce, Max tiene once y fracción, me da tristeza pensar que la naturaleza haga su trabajo. Lo que me tranquiliza es que Maximiliano ha vivido diez años maravillosos en casa, ha tenido muchos hijitos, ha estado tranquilo y ha recibido todo el amor que le hemos podido dar ¿Acaso no es eso Felicidad?, me gusta pensar que si, que ha sido total y completamente feliz.
Aunque ahora le cuesta reconocerme, Max sigue y seguirá siendo un amor peludo que marcó mi vida, por todos aquellos momentos que pasamos juntos, todas aquellas carreras corridas con él, todos los momentos en los que lo peinaba y lo acariciaba, y por todas las historias que me escuchó e incluso parecía entender.